A veces la pesca no empieza con una caña, sino con una corazonada. Con ese impulso que lleva al pescador a buscar algo que no está en los mapas ni en los foros, sino en el rumor del agua y en la intuición de la naturaleza. Así ocurrió aquella mañana, cuando el horizonte plano de la llanura bonaerense nos recibió con su silencio denso y el brillo húmedo de la laguna Kakel Huincul. El viento apenas rozaba los juncos, y el aire olía a barro fresco y a humedad de campo. No había sonido humano, sólo el golpeteo suave de las olas contra la orilla. Kakel –esa laguna que muchos pasan por alto rumbo a la costa atlántica– respiraba viva, contenida, esperando ser descubierta. Ubicada en el partido de Maipú, a 260 km de Buenos Aires por la Autovía 2, Kakel Huincul se extiende entre bañados, desbordes y canales que duplican su superficie original después de cada lluvia generosa. No hay medidas precisas de su cubeta, pero hoy abarca casi 3.000 hectáreas, con profundidades que van de los 2 a los 4 m. Sus aguas dulces, claras y oxigenadas son refugio de pejerreyes, dientudos, bagres, carpas y, sobre todo, de la protagonista de esta historia: la tararira. En las inmediaciones, el camping ofrece lo necesario para quien quiera quedarse: muelle de más de 200 m, dormis, cabañas, fogones, proveeduría y el infaltable aroma a leña. Pero ese día no fuimos a buscar comodidad. Fuimos a seguir un rumor. El llamado del desborde La idea nació casi por casualidad. Un amigo pescador nos había contado que, al caminar por los desbordes, vio movimientos extraños en el agua: borbollones que se deslizaban entre los juncos, ondas que desaparecían cuando intentaba acercarse. Nos intrigó. En compañía de Alberto Frontoni y de Gastón Cimmino, y tras una charla con Marcelo Acebal, responsable del pesquero, decidimos comprobarlo por nosotros mismos. Dejamos de lado el sector tradicional y nos internamos hacia los bañados. La mañana estaba tibia, con un sol que apenas se filtraba entre las nubes. A cada paso, el barro se pegaba a las botas como si quisiera retenernos. El aire olía a verde y a promesa. Las primeras pruebas con artificiales no fueron alentadoras. Veíamos actividad, pero las tarariras no tomaban con firmeza. Algún toque aislado, una captura solitaria y mucho misterio. Cambiamos de estrategia: filete de dientudo, carnada fresca. Entonces el paisaje se transformó. A lo lejos, el agua comenzó a vibrar. No era el viento. Eran ellas. En cada charco, en cada recodo del campo inundado, la superficie bullía. Decidimos avanzar un kilómetro más, hasta llegar a un lugar impensado: un desborde reciente, de apenas 10 cm de profundidad, cubierto de pastos y pececitos que corrían despavoridos. Detrás de ellos, las sombras. Tarariras grandes acechando en silencio. El instante del ataque Nos detuvimos a unos 20 m de la orilla para no espantar nada. Bastó el primer lance.El plop del señuelo rompió la calma y en segundos el agua explotó. Ataques violentos, borbollones, corridas. En cuestión de minutos, los piques se sucedían sin respiro. Era como si el espejo entero estuviera vivo. El cambio fue inmediato. Donde antes había quietud, ahora reinaba la euforia. Las tarariras atacaban sin tregua, devorando los filetes con una ferocidad hipnótica. Al agotarse la carnada, montamos artificiales: ranitas, lauchas, híbridos de goma, todos antienganche. Y lo que siguió fue pura poesía salvaje. Cada vez que un señuelo tocaba el agua, una explosión lo recibía. Saltos, borbotones, carreras. A veces no alcanzábamos a recoger la línea antes de que otra embestida la arrancara. Era un frenesí de movimientos y espuma. Los ataques venían de todas partes, incluso desde zonas donde el agua apenas cubría el pasto. El espectáculo fue tan intenso que la pesca pasó a segundo plano. Ver a las tarariras lanzarse por instinto, defender su territorio con tal fuerza, fue una escena de naturaleza pura. En esas aguas turbias, bajo un sol que empezaba a picar, comprendimos por qué este pez es la joya de nuestras lagunas: combativo, impredecible y hermoso. Hicimos un alto al mediodía, buscando sombra y un poco de silencio. El calor era pesado, pero el entorno compensaba todo. El sonido de las tarariras saltando se mezclaba con el canto de las gallaretas y el zumbido de los insectos. Mientras comíamos, el agua seguía moviéndose, inquieta, como si no quisiera dejarnos ir. Volvimos al ataque con el sol alto. Los artificiales volaban entre los juncos y caían sobre un manto de vida. Cada movimiento del señuelo era una invitación al caos: si lo dejábamos quieto, nada ocurría; pero al agitarlo, el agua explotaba en un salto perfecto. La emoción era inmediata, brutal, casi infantil. La tarde fue una sucesión de piques y asombro. A cada tramo de costa, el mismo patrón: borbollones, ataques, agua en ebullición. Todo el sistema de desbordes estaba poblado de tarariras. Era como si el ecosistema entero hubiera despertado de golpe. De regreso hacia el pesquero, hicimos una última parada. Caminamos unos metros por la orilla y volvimos a verlas. Siempre estaban allí, al acecho. Fue entonces que entendimos el secreto: la clave de Kakel Huincul no está sólo en su laguna principal, sino en los bordes, en los rincones húmedos donde la vida se reinventa en cada temporada. Para el pescador, esas zonas son un tesoro. Cuando el calor aprieta, las tarariras se activan. No hay que desesperar si al amanecer no hay respuesta: el mediodía y la tarde son sus horas mágicas. Y siempre, siempre, conviene mover la línea con decisión. El ruido del señuelo o de una boya pesada es, muchas veces, el detonante del ataque. Lo más apasionante de la pesca no es el trofeo, sino el descubrimiento. Saber que aún quedan lugares donde la naturaleza dicta las reglas, donde el agua manda y el hombre sólo observa. Kakel Huincul es uno de esos sitios. Cuando las lluvias cedan y el nivel del agua baje, toda esta vida migrará al espejo principal. Y entonces, quienes regresen, verán la misma escena que hoy nos maravilla: un santuario vivo de tarariras. Por eso vale la pena ir, lanzar, observar, y sobre todo, devolver. Porque en cada pez que regresa al agua hay una promesa: la de que la magia continúe. ¿Te apasiona la vida al aire libre, la aventura y la naturaleza? Recibí las mejores notas de Weekend directamente en tu correo. Suscribite gratis al newsletter Galería de imágenes
Tarariras en Maipú: desbordes, piques y acción
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