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Monday, December 1, 2025

Milei, Thatcher y el Mamdani inglés

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Si Fyodor Dostoievski escribió en Los hermanos Karamazov que “Dios y el Diablo están peleando y el campo de batalla es el corazón de cada hombre”, hoy podríamos parafrasear al autor ruso: la extrema derecha y el progresismo están en constante conflicto en todo el mundo y el campo de batalla es la mente de cada persona. Figuras como Donald Trump, Jair Bolsonaro y Javier Milei dominan el panorama político, pero cada vez más desde la izquierda se ven contrarrestadas por figuras como Zohran Mamdani, Bernie Sanders, Jean-Luc Mélenchon o los líderes de Die Linke en Alemania. En el medio, los partidos tradicionales crujen y están surgiendo figuras disruptivas dentro y fuera de las estructuras establecidas, cada una de las cuales juega según sus propias reglas. En Argentina, quizás el ejemplo nacional más claro sea el de Juan Grabois quien, agobiado por el kirchnerismo, fue aplastado políticamente; y a nivel local, Juan Monteverde en Rosario. El propio Milei ha reaccionado a este fenómeno: en su último viaje a Estados Unidos, en Miami, se refirió al llamado “Riesgo Kuka” o “riesgo del socialismo”, apuntando en particular a Mamdani, a quien acusó de ser un lobo con piel de cordero. En el Reino Unido ha surgido una especie de ‘Mamdani inglés’: una figura tan atípica como llamativa y convincente, que busca responder a los mismos problemas que Mamdani con soluciones similares: salarios bajos, llamar la atención sobre el trabajo precario, los altos costos de vida y los problemas de vivienda, que pueden abordarse mediante impuestos a los ricos, junto con la preocupación ambiental por el cambio climático. Zack Polanski –un activista medioambiental, gay, vegano y ex actor– puede parecer una especie de caricatura despierta inventada por la extrema derecha, pero está ganando terreno entre los votantes jóvenes y ahora está poniendo ansioso al Partido Laborista del Reino Unido. En este mismo momento, el partido gobernante ve avanzar la extrema derecha de Nigel Farage y ahora también ve su apoyo recortado por Polanski. ¿Por qué este crecimiento de dos nuevos partidos –uno de extrema derecha y otro “ecosocialista”– está sacudiendo el sistema bipartidista más antiguo del mundo? En el fondo, muchos británicos –particularmente aquellos en el norte industrial, en Gales, en las Midlands y en gran parte de Escocia– sienten que la calidad de vida nunca volvió a los niveles anteriores a Thatcher. Y esto no es abstracto: se refleja en indicadores concretos que se han acumulado desde los años ochenta. Margaret Thatcher cerró minas, acerías, astilleros y ecosistemas industriales enteros. La historia oficial era que el país se estaba “modernizando”, pero en la práctica esas regiones nunca volvieron a producir empleo de alta calidad. Tony Blair, lejos de revertir la situación, se limitó a gestionar la situación con medidas paliativas. Para esas comunidades, la idea de “vivir bien” (salarios estables, sindicatos fuertes, viviendas asequibles, servicios públicos confiables) murió en esa época. El norte industrial inglés es un reflejo del Rust Belt estadounidense, esa industria abandonada que impulsó a Trump al poder, a pesar de que su política industrial era opuesta a la de Milei o Thatcher. Esto es de particular interés para nosotros, porque el Presidente de Argentina es un abierto admirador de Thatcher. Recordemos algo de los archivos: en su debate presidencial con Sergio Massa, sobre el conflicto entre Gran Bretaña y Argentina por las Islas Malvinas (Falklands), Milei declaró: “Me identifico con Churchill y Thatcher. La señora Thatcher fue una gran líder”. Milei admira a Thatcher y si se analiza su pensamiento, comparten muchos puntos en común: el mercado como centro organizador de la sociedad, el individualismo extremo y el asalto a las estructuras sindicales. Pero el país que Thatcher dejó atrás es la raíz del descontento británico actual. Este descontento ha llevado a los británicos a buscar soluciones, generando efectos políticos cada vez más inusuales en una tierra acostumbrada a la estabilidad. El Brexit fue mucho más que una ruptura comercial o geopolítica: fue la plataforma emocional que catapultó a Farage y al nacionalpopulismo británico a su momento de mayor influencia desde la era Thatcher. Durante años, Farage construyó todo un movimiento con la promesa de “recuperar el control”, explotando la ansiedad económica de una sociedad que sufre estancamiento salarial, servicios públicos insuficientemente financiados y una desigualdad sin precedentes. Cuando el Reino Unido finalmente abandonó la Unión Europea, la narrativa parecía completa: Farage se había convertido no sólo en el arquitecto político de la campaña para abandonar la Unión Europea, sino también en el intérprete oficial de la ira británica. Sin embargo, las consecuencias económicas del Brexit (barreras comerciales, caída de la inversión, inflación importada, pérdida de trabajadores europeos, estancamiento del crecimiento) produjeron algo inesperado: un vacío político. No fue ocupado por la derecha que había prometido prosperidad sino por una generación de líderes que entienden que el país no sólo está agotado sino desorientado. Entra Zack Polanski. El nuevo líder del Partido Verde es casi el perfecto inverso de Farage. Mientras que el exlíder reformista y del UKIP apuesta por el nacionalismo y la ruptura identitaria, Polanski propone una reconstrucción económica y moral del Reino Unido a partir de una narrativa muy diferente: apertura, derechos sociales, una transición verde y un sentido de comunidad que trascienda el aislamiento. Pero su postura sobre Europa quizá sea la que mejor capta el contraste. Polanski sostiene que el Brexit fue un error y que el país debería regresar a la Unión Europea. Polanski lo expresa con precisión quirúrgica: no niega el resultado del referéndum ni insulta a quienes votaron a favor de salir; reconoce que fue una decisión democrática, pero subraya que muchos ahora la reconsiderarían a la luz del evidente daño económico. Su enfoque es pragmático, no grita “¡Únete!” como un eslogan militante, pero sí traza un camino político claro: abrir una conversación nacional sobre el reingreso a la UE, potencialmente a través de un nuevo referéndum o incluso incorporándolo al manifiesto del Partido Verde, si las condiciones políticas lo permiten. En entrevistas recientes, Polanski fue aún más lejos: afirmó que el fin de la libre circulación –una de las políticas emblemáticas de Farage– ha sido un desastre para Gran Bretaña, perjudicando el mercado laboral, la productividad y la vitalidad económica. Su estilo no es ni apologético ni profesoral; es directo, empático, casi terapéutico. Criticar el Brexit no se presenta como un ajuste de cuentas con el pasado, sino como algo de sentido común: el país está peor, podría estar mejor, y regresar a Europa es una de las formas de estabilizarlo. El contraste no podría ser más marcado. Farage surgió de la fractura y la amplificó. Polanski emerge del agotamiento de esa fractura y busca superarla. Ambos son productos del mismo fenómeno –el largo declive del modelo económico del Reino Unido nacido bajo Thatcher–, pero representan respuestas opuestas. Mientras Thatcher inició un ciclo de desindustrialización, privatización y debilitamiento sindical que produjo desigualdad estructural, bajo crecimiento y servicios públicos en crisis permanente, Farage ofreció a Europa como chivo expiatorio. Polanski, en cambio, ofrece un diagnóstico más complejo: la economía británica necesita reintegrarse al mundo, reconstruir su estado de bienestar y repensar su modelo productivo, no uno que rechace la globalización sino uno que la regule y la utilice en beneficio del país. Considerando todas las diferencias, que Gran Bretaña le dé la espalda a la UE es similar a que Argentina le dé la espalda a Brasil. Polanski, al igual que Mamdani, también plantea la identidad de los inmigrantes como un campo de batalla ideológico. Mamdani, que emigró de Uganda, mantiene y muestra sus raíces en un contexto donde la extrema derecha se aferra a una perspectiva nacionalista tradicional que rechaza a los inmigrantes. Polanski, nacido como David Paulden, cambió su apellido a “Polanski” cuando era joven para “recuperar” un apellido de sus antepasados ​​de Europa del Este. Si la extrema derecha en torno a Farage culpa a los inmigrantes de todos los problemas, la izquierda progresista utiliza la migración como bandera de identidad. En esta nueva batalla por el alma política de Gran Bretaña, Polanski no es sólo un líder verde carismático: es una señal de que la era Farage puede haber llegado a su techo. El Brexit dejó heridas visibles; Polanski representa a quienes ya no buscan justificarlos sino curarlos. Y en un país donde la resignación se había convertido en la norma, eso marca –finalmente– un cambio de atmósfera. Comparar este fenómeno con figuras como Mamdani en Nueva York, la reconfiguración de la izquierda en Alemania (con la saga de Die Linke y el surgimiento de Sahra Wagenknecht), o con liderazgos en declive en América Latina como Jeannette Jara en Chile, es un intento de leer la misma tormenta política en diferentes geografías: la sensación de que el marco clásico de socialdemocracia versus conservadurismo ya no responde a las demandas cada vez más urgentes de la gente. Polanski encarna el cambio de una política “verde agradable” a una forma de ecopopulismo. No es un apóstol del campo y de las bicicletas por sí mismas: vincula las demandas medioambientales con la vivienda, los salarios, las nacionalizaciones selectivas y la regulación de los oligopolios. Esta combinación hace que su política parezca menos una instrucción moral y más una distribución justa de costos y beneficios: si la transición energética tiene un precio, que lo paguen los ricos, no los trabajadores. Esta idea, con sus matices, le permite competir por distritos electorales que hasta ahora pertenecían al laborismo u otras fuerzas de izquierda. La prensa británica ya ha ajustado su análisis: Polanski “viene a por” los votantes laboristas descontentos, insistiendo tanto en las críticas al establishment económico como en medidas concretas que prometen un alivio inmediato (vivienda, impuestos sobre el patrimonio, controles de precios de servicios esenciales). En cuanto a las cifras de las encuestas, es mejor no obsesionarse con una sola cifra. Las olas recientes muestran a los Verdes en niveles inusuales en su historia reciente. Dependiendo de la encuesta y la metodología, los Verdes aparecen entre el 11 y el 18 por ciento en varias muestras nacionales, y encuestas específicas (YouGov y otros agregadores) los sitúan en torno al 16 por ciento en algunos momentos recientes. Estas figuras tienen dos caras. Por un lado, es un fenómeno en pleno crecimiento sin un techo claro; por el otro, la volatilidad es alta: parte del supuesto “auge” puede estar impulsado por dinámicas temporales (desconfianza en los principales partidos, impactos de crisis específicas). Pero la tendencia es real: un rápido crecimiento desde porcentajes bajos hacia cifras que, de consolidarse, obligarían a reescribir el mapa electoral británico. La estrategia comunicacional de Polanski merece un capítulo propio. No se trata sólo de titulares o apariciones en televisión: su comunicación es híbrida, pensada para tiempos digitales y audiencias fragmentadas. Primer pilar: lenguaje directo y sin jergas. Convierte políticas complejas en exigencias cotidianas: “hacer que las empresas de agua rindan cuentas”, “imponer impuestos a los súper ricos”, “más inversión pública en vivienda”. Segundo pilar: desempeño mediático. Con experiencia en teatro y activismo, Polanski sabe cómo utilizar gestos y entrevistas de alto rating para transmitir mensajes. Tercer pilar: centrarse en las redes sociales y la juventud. Los Jóvenes Verdes y su aparato digital se han ampliado con contenido breve, visual y viral. Cuarto pilar: “triangulación” estratégica. Una mezcla de confrontación con líderes tradicionales (rechaza los pactos automáticos con Keir Starmer) y apertura a alianzas tácticas con nuevas fuerzas de izquierda cuando sea ventajoso. Esta mezcla le da elasticidad: puede aparecer como un disruptor de la vieja política y al mismo tiempo presentarse como una solución concreta a los problemas inmediatos. Y esto nos lleva a Jeremy Corbyn, quien hace unos años fue la versión británica de Bernie Sanders. Corbyn, una figura disruptiva dentro del Partido Laborista que estuvo a punto de disputar el poder, se quedó corto. Renunció como líder del partido en 2020 después de derrotas electorales y profundas tensiones internas. El reciente intento de Corbyn de refundar la izquierda a través de un nuevo partido “alternativo real” no ha despegado del todo: hay ambigüedad sobre su identidad institucional, críticas a su liderazgo personalizado y dificultades operativas para convertir su base emocional en una estructura política sólida. En contraste, Polanski ha ascendido dentro del Partido Verde con un discurso audaz: una combinación de justicia social, ecología popular y redistribución económica. No es un “verde moral”, sino alguien que habla de vivienda, salarios, nacionalización de servicios y hacer que los ricos paguen por la transición ecológica. Esto resuena especialmente en una generación agotada por la crisis climática, la precariedad y la desigualdad. Colocar a Polanski junto a Mamdani aclara dos cosas: forma y contenido. Mamdani, joven, con mentalidad comunitaria, con experiencia en política local y un perfil socialista democrático, construyó su capital político abordando cuestiones urbanas concretas (vivienda, transporte, servicios) combinadas con una retórica de base que centra el control económico. conflicto. Los dos comparten el deseo de transformar la ira social en programas, pero difieren institucionalmente. Mamdani ha demostrado fortaleza electoral en un contexto municipal/estatal dentro de las estructuras del Partido Demócrata y dentro de los Socialistas Democráticos de América. Polanski, mientras tanto, opera dentro de un partido pequeño pero con potencial de crecimiento nacional. Mamdani no hace exactamente “ecopopulismo”; hace populismo redistributivo y ha demostrado una gran capacidad para convertir las demandas locales en victorias legislativas. Polanski utiliza el ambientalismo como marco que justifica la redistribución. Una comparación útil: Mamdani representa a la izquierda organizadora municipal; Polanski la izquierda nacional-ecológica. Mirando a la Europa continental, Die Linke en Alemania ofrece una doble lectura. Por un lado, fue durante años el hogar de una fuerza de izquierda con un programa claro (un Estado de bienestar, una regulación mejorada, defensa de los salarios) que no logró traducirse en un atractivo masivo fuera de ciertas regiones. Por otro lado, su crisis interna (y su implosión cuando figuras como Wagenknecht lanzaron nuevas formaciones) muestra lo difícil que es equilibrar las credenciales radicales con la ambición electoral. Lo que Polanski comparte con partes de Die Linke es el intento de relegitimar la política de izquierda entre quienes temen perder empleos o viviendas: ambos buscan rebajar el tono moralizador del izquierdismo “verde puro” o doctrinario y poner en primer plano problemas tangibles. Sin embargo, Die Linke sufrió tensiones de identidad internas y dilemas de alianzas; Polanski, si quiere crecer, se enfrentará a la misma pregunta: ¿radicalismo por lealtad o pragmatismo por expansión? La actual situación económica británica constituye el caldo de cultivo para Polanski. Después de recientes episodios de alta inflación, recuperación pospandémica desigual y un problema persistente de productividad –señalado por organismos desde la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria (OBR) del Reino Unido hasta el Fondo Monetario Internacional (FMI)– millones de hogares sienten que la economía “no les funciona”, incluso si ciertas cifras macroeconómicas mejoran. Los salarios reales han sido centrales en el debate: el empleo se ha recuperado, pero el poder adquisitivo se ha erosionado durante la última década, junto con el aumento de los costos de la vivienda, la energía y los servicios. Informes recientes subrayan que el crecimiento del PIB del Reino Unido no se ha traducido en una mejora para los hogares más vulnerables y que, ante shocks energéticos o de tasas de interés, la fragilidad es alta. Este malestar material es un terreno políticamente fértil para un mensaje que diga: “No es sólo el clima; es la economía. Y si el sistema no redistribuye, alguien tiene que hacerlo”. Aquí regresa el debate histórico: ¿qué conexión tiene el contexto actual con los cambios introducidos por Margaret Thatcher en los años 1980? La respuesta no es monocausal, pero el legado es claro. Thatcher inauguró una profunda reorganización: desregulación, privatización de bienes públicos, reducción del poder sindical y apuesta por el mercado como motor central. Estos cambios no sólo reformaron la estructura productiva (más servicios, menos industria pesada) sino que recalibraron las expectativas del Estado: menos intervención, más dependencia de los mercados y, por tanto, mayor exposición de los hogares y los trabajadores a las fluctuaciones del mercado. Desde entonces, los sucesivos gobiernos han suavizado o profundizado estas reformas, pero la arquitectura básica –mercado en el centro, redes públicas comprimidas– todavía condiciona la capacidad del Estado para responder a las crisis económicas. El resultado acumulado es una economía con fuertes retornos para ciertos sectores financieros y corporativos, pero con estancamiento salarial, presión inmobiliaria y una sensación generalizada de precariedad que alimenta políticas disruptivas. Aquí está el origen de un descontento expresado en fenómenos políticos contradictorios: desde el Brexit como terremoto político que culpa a los inmigrantes y a la globalización, desde una primera ministra libertaria que duró dos semanas (Liz Truss) hasta el primer primer ministro de ascendencia india (Rishi Sunak), desde Corbyn a Farage y ahora Polanski. El Reino Unido, durante mucho tiempo cuna de estabilidad política y económica, oscila hacia adelante y hacia atrás porque la estructura heredada del thatcherismo continúa generando insatisfacción entre la mayoría social, interpretada a veces por la derecha y otras por la izquierda. Esto es particularmente interesante para nosotros en Argentina porque nuestro Presidente admira a Thatcher. Lejos de dejar atrás un país más estable y próspero, para muchos británicos el líder del Partido Conservador marcó la ruptura de un bienestar que nunca recuperaron. De hecho, poco se sabe que Thatcher dejó el cargo antes de tiempo. El Cargo Comunitario – conocido popularmente como “Impuesto Electoral” – fue una reforma tributaria profundamente impopular que reemplazó el impuesto local a la propiedad con un cargo fijo por persona, independientemente de sus ingresos o riqueza. En la práctica: un millonario pagaba lo mismo que un desempleado. Esto desencadenó una reacción social sin precedentes: entre 1989 y 1990 hubo grandes marchas, boicots masivos y disturbios, especialmente en Escocia y Londres. En última instancia, provocó una rebelión dentro de los conservadores, que retiraron su apoyo y pusieron fin a la era Thatcher. Volviendo al presente, ¿significa esto que Polanski es la versión británica de un “nuevo populismo de izquierda” destinado a triunfar? No es tan simple. Quedan dos límites claros: la capacidad organizativa y la gobernabilidad. Históricamente, el Partido Verde ha sido débil en infraestructura electoral (activismo intenso pero pocas redes institucionales comparables a las del Partido Laborista). Subir en las encuestas es una cosa; convertirlos en parlamentarios, poderes locales o, eventualmente, funciones ministeriales es otra. Además, la lógica de la coalición del Reino Unido castiga la fragmentación: si los Verdes ascienden pero no pueden convertir esto en mayorías o acuerdos firmes, sus propuestas corren el riesgo de ser excluidas del proceso de toma de decisiones. En cambio, podrían obligar a los laboristas a inclinarse hacia la izquierda y, en ese escenario, Polanski habrá ganado influencia sin necesidad de gobernar. Esto es menos dramático pero políticamente significativo. Finalmente, las lecciones de la comparación: Mamdani, Die Linke y Jara ofrecen estrategias y advertencias. Mamdani muestra el poder de la praxis y la gobernanza locales; Die Linke revela la fragilidad de la identidad cuando un partido crece sin resolver las tensiones internas; Jara muestra el valor de las coaliciones institucionales para convertir las políticas en medidas viables. Polanski aprende de los tres: pretende disputar los ámbitos local y nacional con un lenguaje sencillo, superar la soledad histórica de los “verdes” convirtiéndolos en un partido de masas y utilizar la comunicación como fuente de legitimidad. Si puede construir un aparato y convertir las encuestas en una estructura, su impacto podría ser profundo; de lo contrario, corre el riesgo de convertirse en una oleada de entusiasmo absorbida o neutralizada por los partidos más grandes. En definitiva, Polanski expresa un momento político en el que la ecología deja de ser un lujo moral y se convierte en un argumento práctico a favor de la redistribución; donde la precariedad económica hace que las demandas de vivienda y salarios sean inseparables de la transición energética; y donde el legado thatcherista crea un terreno fértil para un discurso que promete “ecología con pan en la mesa”. Las encuestas dan hoy a Polanski un impulso real (las encuestas que sitúan a los Verdes en torno al 16 por ciento no son poca cosa). Su comunicación es ágil y adaptativa y su principal desafío será convertir la visibilidad en poder institucional, sin perder la identidad que lo hacía atractivo. Si tiene éxito, Polanski tendrá más en común con Mamdani y las corrientes exitosas de la izquierda que con los restos de los viejos Verdes. Si fracasa, seguirá sirviendo de advertencia: en tiempos posteriores a Thatcher, las crisis económicas exigen grandes respuestas, y la política está recalibrando quién puede ofrecerlas.

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