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Sunday, October 26, 2025

Ser testigo de la vida de Rosa Luna: la historia de Raúl Abirad, el hombre que un día la siguió en un desfile y nunca se fue de su lado

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¿Quién fue Rosa Luna? Esa mujer que, a lo largo de los años, Servando Ruiz fue presentando en el teatro de verano como símbolo del carnaval, vedete del asfalto, diosa del ébano, reina de las Llamadas, Rosa candombe, mito viviente. Pero fue, además de una leyenda del carnavaluna parte de la historia de la cultura popular y del Uruguay del siglo XX.

“Vos sabés que me tiembla la mano, porque tengo Parkinson desde diciembre del 2022”, dice Abirad desde su casa en Villa Paranacito, en conversación con El Observador. La barba tupida, entre blanca y negra, lentes de ver con marco rojo, boina negra, bufanda verde manzana.

Le tiemblan las manos a un hombre cuya casa tiene un tambor alto y flaco en vez de una mesita rinconera, donde apoya una planta. Le tiemblan las manos a un hombre que tocó muchísimo la guitarra para el carnaval uruguayo. Le tiemblan las manos a un hombre que tiene colgado, frente a sí, un cuadro con la imagen de Rosa Luna en su último espectáculo en el Teatro de Verano.

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Rosa Luna en su última actuación en el Teatro de Verano, en la casa de Raúl Abirad (2025). Foto: Federica Bordaberry.

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Raúl tiene 9 años. Vive en el cerrito de la victoriaen Montevideo. Es enero. A una cuadra de su casa, toca una comparsa. Va con su mamá y con Mirko, uno de sus hermanos, hasta ahí. Por León Pérez hasta Martín Rodríguez. Frente a una obra de construcción, un ensayo de Piel Morena (Delaware Julio Sosa), la comparsa del barrio. Una mujer negra, imponente, 24 años más grande que él, baila. Mueve las caderas, mueve las piernas, los pies y los brazos. La rodean todos los gurises del barrio. En el amontonamiento, queriendo acercarse, Raúl le toca una nalga. Ella se da vuelta. Lo mira. Mirko piensa que a Raúl le van a dar una cachetada, por desubicado. Con el gesto la mujer le indica: cuidado.

Le queda grabado. Todo eso le queda grabado.

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Dice que está en la época del desmemoriado, pero recuerda casi todo. Que nació en 1961, en el hospital. Pereira Rosell. Que estuvo en Montevideo hasta 1973. Que hizo la primaria en la escuela Gran Bretaña. Que la directora era su tía. Que su madre, santafesina e hija de italianos, tuvo dos matrimonios. Que el primero fue con un ruso, con quien tuvo cuatro hijos (tres mujeres y un varón). Que el segundo fue con su padre, con quien también tuvo cuatro hijos (tres varones y una mujer). Que era enfermera, que trabajaba en la Cruz Rojaen la policlínica del Cerrito, y que llegó a ser director en la Policlínica del Arroyo Hangar.

Que su padre ya tenía otros dos hijos de un matrimonio anterior y que era hijo de sirios libaneses. Que viajaba mucho porque era cocinero de barcos de ultramar. Que en uno de esos viajes fue que conoció a su madre. Que llegó a viajar en el remolcador Grito de Asencio. Que era anticomunista. Que viajaba mucho a Rusia y decía: acá son comunistas porque no viven allá.

“Todas esas cosas de viejos”, dice Abirad.

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Villa Paranacito (2025). Foto: Federica Bordaberry.

Su infancia es uno de los momentos más felices de su vida. Vivía en el Cerrito de la Victoria, pero en otro cerrito. “En aquella época salíamos nosotros, con ocho o nueve años, a las doce de la noche y todo bien”, recuerda. En esa casa vivió con su familia, con su padre y madre, y sus hermanos. “A mí se me olvidan mil cosas, pero eso no se olvida”, comenta.

Entonces, recuerda: los saltos en la cama con sus hermanos, el perro salchicha que le comió los mocasines antes de viajar para Argentina, jugar a la pelota en la calle.

Hasta los 14 años vivió en Montevideo, hasta que su madre heredó los campos de su exmarido en Villa Paranacito y se fue para allá. Se fueron con ella sus dos hermanos, y él se quedó con su padre en Montevideo más tiempo. Llegó a hacer parte del liceo, en el Liceo nº 17.

Cuando su padre también se fue para Argentina, se fue con él. Llegado a Villa Paranacito, se tuvo que poner a trabajar en el campo, isla adentro, con la madera. Cree que aquello lo hizo cambiar para bien. Allí tuvo a sus primeras novias y fue el lugar donde aprendió a cazar, a pescar ya trabajar. No había luz eléctrica, no había agua potable. isla adentrotomaba agua filtrada de las zanjas, que le quedaba bien clara y fría. Aprendió a cocinar porque “te metían mil y pico de metros para adentro y no podías volver al medio día a comer, te tenías que cocinar ahí”.

No había otra cosa: o trabajaba en el campo, o hacía vida de cazador cuando crecía mucho el agua y estaban los campos inundados. Salían a cazar, él y varios, para vivir. Porque en aquel entonces, por esa zona, no había comercios y pasaba la lancha del carnicero una vez por semana. Cuando esta fallaba, se salía a cazar para que comieran las 5.000 personas que vivían ahí en ese entonces.

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Villa Paranacito (2025). Foto: Federica Bordaberry.

Con 19 años volvió con su padre a Montevideo, dice, “porque yo era el más padrero de todos”. Estudiaba derecho, no trabajaba, pero jugaba al fútbol en Nacional. Vivía en lo de su padre, en una casa en Parque Batlle.

Ese mismo año fue que conoció a Rosa Luna. Una Rosa Luna que, claro, ya era una de las figuras fundamentales del carnaval montevideano.

“La conocí a Rosa y estuve dos meses desaparecida”, cuenta. “Y, un día, vengo a buscar las cosas y mi viejo me dice: ¿vas a dejar de estudiar y te vas a ir con esa negra?”.

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Raúl tiene 19 años. Un amigo lo invita al Desfile Inaugural de comparsas, por Av. 18 de Julio. Va. Estando ahí, recuerda aquel episodio con Rosa Luna diez años antes. Está lleno de gente, ellos caminan. El desfile va a llegar hasta Fernández Crespo y la calle está repleta de sillas y gente.

Escucha que las personas que lo rodean gritan: ¡ahí viene Rosa Luna! Y que también comentan por lo bajo, lo mismo: ahí viene Rosa Luna. Raúl y su amigo llegan caminando hasta la altura de Cuareim. Aparece Rosa Luna en el desfile. Mueve las caderas, mueve las piernas, los pies y los brazos. Escucha los aplausos de todos. Él queda inmóvil, desnudo, sorprendido.

Camina entre la gente. La sigue. Llega hasta Fernández Crespo, donde termina el desfile. Desde ahí, Rosa Luna sigue viaje hasta el Bar Saroldi, a una cuadra, en la proa que se forma a la altura de Rivera y Coronel Brandsen.

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Febrero de 1977. Desfile de Carnaval. Avenida 18 de Julio.

No tiene plata arriba, su amigo sí. Entra al bar. Piden una copita. El amigo se asusta porque Rosa Luna está rodeada de todo su séquito de morenos. Raúl la mira. Rosa Luna le devuelve la mirada. El amigo le dice: “¿Qué hacés, loco? Te van a matar. Yo me voy”.

Raúl le pide que no lo deje solo, que no tiene plata. El amigo insiste en irse. Se van del bar. El desfile ya terminó. Caminan por el 18 de Julio, todavía repleta de gente. En el camino, se cruzan a dos chicas. Conversar. Se dirigen los cuatro hacia la Plaza Independencia. Raúl piensa en Rosa Luna. No deja de pensar en ella. Hasta que se decida. Se disculpa con el amigo, le dice que siga él. Vuelve al bar. Como no tiene plata, se sienta en la parada de ómnibus y la mira desde afuera. La espera. Ella, de a ratos, le devuelve la mirada.

Se hacen las cinco de la mañana. El bar se cierra. Raúl sigue sentado allí. Salen Rosa Luna y su grupo del bar. Rosa Luna se separa del grupo y enfila hacia donde está Raúl. Cuando está cerca, Raúl pregunta: discúlpeme, Rosa Luna, ¿la puedo invitar a tomar una cerveza? Sí, le dice ella.

Raúl se para y camina con ella, de nuevo, hacia el Saroldi. Conversan de todo un poco. Raúl, todavía un poco tímido. Mientras tanto piensa: ¿cómo hago para pagar esto? Se acerca el mozo con un billete. Raúl pregunta cuánto es. El mozo rompe los tickets y dice: es invitación de la casa por ser Rosa Luna.

Salen del bar. Se intercambian teléfonos. Se desprecia. Rosa Luna se va en taxi. Raúl, caminando.

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Rosa Luna nació en una pieza del Conventillo Medio Mundo (Cuareim 1080, en aquel entonces), el 28 de mayo de 1937. La registraron en una partida de nacimiento un mes después.

En ese lugar, escribió la propia Rosa Luna, repiqueteaban los tamboriles todas las noches y hacían temblar las paredes de esa construcción antigua. Allí vivían muchísimas familias, que tendían la ropa a cielo abierto y que no tenían un almanaque de fechas para el carnaval.

Cuando la tuvo, su madre tenía 24 años. Fue la primera de 14 hermanos. Su padre no la reconoció hasta que se convirtió en una leyenda carnavalera. Él, casualidad o causalidad, también fue carnavalero, compositor, director y fundador de Araca la Cana.

Pero fue el conventillo el que la llenó de su gran amor: el candombe. Su infancia tuvo casi todo que ver con escuchar el sonido de los tamboriles y mover el cuerpo con ritmo. Candombera y orgullosa de su cultura negra, desde que nació.

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Conventillo Medio Mundo. Cuareim 1080. (Posteriormente Zelmar Michelini). Año 1954. Autor: MUSITELLI Ferruccio.

“Me pregunto si me gustaría volver a la niñez. Y ante la interrogante dudo: recordar una madre maltratada, con un marido vago e infiel y un montón de hijos a cuestas”dice la autobiografía de Rosa Luna, con textos de su propio puño y letra.

A sus 9 años los expulsaron del conventillo y su padrastro la puso a trabajar de sirvienta en casas de la clase alta de Montevideo. Esa fue la etapa más triste de su vida.

Debutó en el carnaval sin haber cumplido los 14 años. Fue en la revista Zorros Negros. Después fue Palán Palán. Y, después, Fantasía Negra, junto a la “Negra” Johnson. Encabezó todas las cuerdas en las que estuvo, entre las que se encuentran Marabunta, Serenata Africana, Morenada y Añoranzas Negras.

Aún siendo menor de edad, se integró al mundo que frecuentaba el café Antequera (inaugurado en 1955) en la Plaza Independencia. En ese entonces, era la sede de la bohemia de la capital uruguaya. Un café que, por la noche, se convertía en un lugar de juego y hábitos viciosos.

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En ese mismo lugar fue donde Rosa Luna mató a un hombre. Según cuenta en su biografía, de hecho, se trataba de un cafiolo que le estaba reprochando a una prostituta que había hecho poca plata esa noche. Al afirmar que no tenía nada más, la mujer recibió un cachetazo de parte del cafiolo. Nadie la defendió salvo Rosa Luna, que le devolvió el golpe. Mientras el hombre levantaba una silla para devolvérsela, ella sacó un cuchillo que tenía escondido y terminó clavándoselo. Le costó 48 horas en la Comisaría 1ª.

Durante su carrera en el carnaval, la prensa la enfrentó con Marta Gularte, aunque la reconocía como referente. A ella ya la Negra Johnson. También fue la primera en romper filas y pararse delante de los tambores con sus tacos aguja. Resaltó con su s trajes y sus tocados de plumas enormes. Tuvo una columna por cuatro años en La República, llamada “Así piensa Rosa Luna”. Era fanática de Nacional. También de Wilson Ferreira Aldunate.

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Al día siguiente, hablan por teléfono. Quedan en ir a tomar café. “Si es café, estoy sobrado de plata”, piensa Raúl. Son las siete de la tarde cuando llegan a la cafetería. Rosa Luna pide un “monje en porrón”, un whisky. Al rato, pide otro. A Raúl apenas le alcanza para pagar, pero paga.

Al rato, Rosa Luna le dice: vayamos a cenar. Salen de la cafetería. Tome un taxi. Raúl paga, y deja los últimos pesos que le quedan. Llegan a un bar, que elige ella. Rosa Luna, allí, es la reina. Le gritan: ¡Rosita, Rosita! Se sientan en una mesa. Antes de alcanzar a pedir, les traen. Bandejas con ensaladas, chivitos, costillas, cerveza. Raúl no pide nada, solo agua Salus.

“Comé”, le dice Rosa Luna. “No tengo hambre”, responde Raúl. Ella se le acerca, le agarra la mano, le aclara: “comé porque te invité yo a cenar”. Raúl sonríe y ven.

Esa es la segunda vez que se ven. Se siguen viendo toda la semana. El sábado, una semana después del desfile inaugural, Rosa Luna lo invita a su casa. Ella vive en la pensión de la Negra Johnson (Paysandú 828). A las 7 de la tarde, Raúl ya da vueltas por la calle Paysandú. A las 8 en punto golpea.

Baja la Negra Johnson una escalera y abre la puerta. “Ah, venís por Rosita”, le dice. Lo invita a pasar. Suben la escalera. Raúl tiembla. Una vez arriba, la Negra golpea la puerta de la habitación de Rosa Luna. “Acá tenés a tu querubín”, y se ríe.

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Imágenes en la casa de Raúl Abirad (2025). Foto: Federica Bordaberry.

Raúl entra a la habitación. Allí está Rosa Luna. Tiene puesto un Picardias rojo traslúcido. Tanga del mismo color. Le ofrece sándwiches de miga, coca cola, cerveza y masitas. Se sientan o se recuestan en la cama. Raúl la mira. La mira con amor, pero no es de piedra. Entiende que tiene, en frente, un símbolo sexual.

De esa pieza de pensión no se va nunca más. En realidad, no se va nunca más de al lado de Rosa Luna. Se queda con ella durante 14 años, hasta que muere en una gira con su grupo La Tribu de Rosa Luna en Canadá.

“Cuando le preguntaban qué le había gustado de mí, ella siempre respondía que que la hubiera mirado a los ojos. Y, es cierto, yo la miré a los ojos siempre, pero ese día no la miré solo a los ojos”dice Abirad.

Y agrega: “Lo nuestro fue muy pasional, nunca más salí de ahí. Era un buen ser humano. Te quería, y te quería. Y yo también la quería”.

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Se dice y se sabe que Rosa Luna defendía muchas causas vinculadas a los derechos de la mujer, a los derechos de los niños ya los derechos humanos de su raza. “La llamaban, le decían ‘mi marido me pegó’ y ya salía ella, lo mataba a palos al tipo”, recuerda Abirad. Es que hacía suyas las causas nobles, dice.

“Justicia, sufriría ante la injusticia, simplemente no la soportaba”, se lee en la autobiografía de Rosa Luna.

Llegó un momento en que Rosa Luna quiso adoptar un hijo. Y quería que fuera negro, como ella. “Fuimos al INAME y estaba todo trancado. Nos llevan a hablar con la directora, un psicólogo y un asistente social. Y le dicen que estaba brava la cosa porque es difícil adoptar un bebé negrito”, dice Abirad.

¿Por qué? Porque, según les dijeron en aquella instancia, “las madres negras no abandonan a sus hijos”. Una vez afuera, Abirad atinó a consolarla a lo que Rosa Luna responde: ¿sabes qué lindo es que te dicen que las madres negras no abandonan a sus hijos?

Aunque el tiempo les permitió adoptar un hijo: Rulito. Abirad, después de Rosa Luna, tuvo dos hijas más.

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Sostiene, además, que fue “la primera” en llevar el candombe uruguayo al exterior con La Tribu de Rosa Luna. Pasó, más de una vez, por Cuba, República Dominicana, México, Australia, España, Italia, Estados Unidos, Canadá y, claro, gran parte de América del Sur. Rosa Luna bailaba y, entre varios músicos más, también estaba Abirad.

Dice que en La Tribu tocaron todos los mejores de hoy, de antes y de siempre. Que Rosa Luna pagaba muy bien, y que le daba prestigio a los que tocaban ahí. Que hacían giras en el interior, después llegaba el carnaval, y después partían al exterior. Y que no metían, ni si quisiera en Australia, menos de 2.000 personas. Que llegaron a llevarse al Canario Luna. Que el público en Estados Unidos y Canadá era la comunidad latinoamericana. Y que conocieron a grandes artistas como Carmen De León. Celia Cruz, Guaraní, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Mercedes Sosa.

Y dice, además, que Rosa Luna no tenía ningún interés por las relaciones públicas. Que si decía que no iba a un lugar, o no trabajaba con una persona, no lo hacía. Y que, sin duda, tenía una convocatoria única porque era, ante todo, auténtica.

“Lo que pasó con Rosa no pasó con nadie”, comenta Abirad sobre el velorio de quien fue su esposa. Porque Rosa Luna murió durante una gira en Toronto el 13 de junio de 1993, por una insuficiencia cardiaca, pero su sepelio fue 7 días más tarde y se cree que asistieron alrededor de 80.000 personas a acompañar su féretro en las calles.

“Se va Rosa candombe, Rosa del carnaval, Rosa de las barriadas, Rosa del Uruguay, la hija de la Chunga”, la despidió Servando Ruiz al micrófono en el panteón de AGADU, quebrado, mientras sonaban los tambores y el féretro entre multitudes se dirigía al final de su recorrido.

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“Yo me enamoré mucho más de ella después de muerta, por los testimonios y la gente que venía y me contaba anécdotas”, comenta. Recuerda, muy patente, cuando una señora se le acercó a contarle que cuando ella estaba embarazada y en situación de calle, Rosa Luna se la llevó a la pensión con ella hasta que diera a luz e, incluso, un tiempo después con su hijo recién nacido.

Su vida, su historia, su legado, además de quedar guardado entre varios de los uruguayos, quedó en documentales, en espectáculos, en obras de teatro, en libros, en canciones, en obras pictóricas y en todos los carnavales.

Antes y después de la muerte de Rosa Luna, Abirad trabajó como supervisor de ventas en Coca Cola, y fue dirigente del sindicato durante 25 años y llegó a vicepresidente del mismo. Después de jubilarse, de hecho, tuvo varios negocios y, entre ellos, hubo boliches y uno de ellos fue el conocido Mambo. Pero hasta el día de hoy repite que Rosa Luna le cambió mucho más la vida a él, que él a ella. Que fue de la primera mujer de la que se enamoró. Que no hubo otra como ella en su vida.

***

Es 1993. Esa noche, Rosa Luna hace su última actuación en el Teatro de Verano. Raúl toca el bajo en la comparsa, de espaldas al público. Hay 7.000 personas en el teatro. Está lleno. Algunos colgados, otros en las canteras. Aplaude, gritan. Rosa Luna sale al escenario a bailar. Los tambores suenan, se baten, van, van, siguen. Llama el repique, cortan los tambores. Rosa Luna corta con su pose. El teatro explota.

La banda, entre ellos Raúl, hace la cortina para que Rosa Luna se vaya. Raúl no puede, tiene los dedos duros. La ovación le deja los dedos duros.

Termina el espectáculo. Se van a cenar, Raúl y Rosa. Llegan a su casa. Se duchan. Ella se recuesta con la almohada en la espalda. Él le hace masajes en los pies a ella. Le recuerda que ama sus pies porque son lo más feo de ella, lo que nadie iba a querer robarle. Se ríen. Él dice: ¿te puedo hacer una pregunta? Ella responde: sí, claro.

— ¿Qué sentiste hoy cuando sacudiste al teatro?

—Cuando me aplauden así yo veo a mi madre ya mis hermanos. Y están contentos.

Raúl llora. Le ruedan lágrimas por las mejillas. “¿Ves que no se te puede contar nada?”, le dice Rosa Luna, su esposa, la mujer de su vida. Lo abraza.

“Lo único que le importaba era su familia, y la veía ahí”, recuerda Raúl mientras narra su vida con Rosa Luna. “Imaginaba que estaban orgullosos”, agrega mientras, una vez más, le ruedan lágrimas por las mejillas.

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