Finalmente, Cercas dijo que sí. Y dos años después llegó a librerías El loco de Dios en el fin del mundo, el libro que salió como resultado de ese viaje junto al papá. El libro al que pertenece la cita anterior. Y diez meses después, Cercas aterrizó en Montevideo para presentarlo. Es miércoles 5 de noviembre, de nuevo en el hotel Radisson Victoria Plaza. El autor acaba de llegar hace poco menos de cinco horas a Uruguay desde Buenos Aires y ese tiempo alcanza ya para que sea una de las visitas literarias más ilustres que deja este 2025. Cercas es uno de los grandes de las letras en español y su llegada entusiasma a periodistas, lectores y al resto del ecosistema; entusiasma por los clásicos que ha escrito —Soldados de Salamina, Anatomía de un instante, El impostor—, los ejemplares que ha vendido, la importancia de su obra para la configuración del presente político de España, y su reciente inclusión en la Real Academia Española o en cánones internacionales como el que elabora la revista The Paris Review. Cercas se entusiasman y él mismo se entusiasma. Y eso siempre es bueno para todas las partes. El loco de Dios en el fin del mundo es un libro extenso, dialogado, con momentos brillantes y algunas páginas que sobran, y sobre todo es otra piedra angular para la carrera de este escritor imprescindible que a lo largo de su carrera ha escrito sobre el poder, sobre el dolor, sobre la política, sobre el perdón, sobre la denuncia, sobre figuras claves de la humanidad, sobre sismos sociológicos y exploraciones íntimas. Casualidad o no, su libro sobre Francisco tiene todo eso. Y algo de sus páginas emerge en la charla que Cercas tiene con El Observador en las alturas del mencionado piso 22, atento al vértigo, abierto al debate, dispuesto a aceptar que se comió sus prejuicios, todavía extasiado por haber conseguido una vida dedicada a la literatura, y por haber podido, al final, responderle a su madre. Javier Cercas AFP Una de las primeras cosas que quedan luego de leer El loco de Dios en el fin del mundo es que se puede ser un escritor exitoso, premiado, ser uno de los exponentes de la literatura española, pero al final lo único que importa es poder transmitirle paz y consuelo a una madre al final de su vida. Decírle que todo va a estar bien. Bueno, los escritores también somos personas (ríe). Cuando a mí me hicieron esta propuesta increíble, que lo es porque nunca la Iglesia Católica le había abierto sus puertas a un escritor en dos mil años, inmediatamente pensé en mi madre. Ella era profundamente católica y creyente. De hecho, en algún momento del libro digo que comparado con su fe, la del papá Francisco es más bien dubitativa. Cuando mi padre murió, ella, que vivió toda su vida con él, decía que iba a verle después de la muerte. Y no lo decía porque fuese una persona extravagante o especial, sino porque sencillamente esa es la promesa central del cristianismo y ella la creía. Así de fácil. Lo decía San Pablo: “nosotros resucitaremos porque Cristo resucitó; si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe”. Ese es el corazón del cristianismo, y la pregunta más elemental y fundamental. Yo quería hacerla a Francisco, la única persona autorizada realmente, para un católico, un respondedor. En el fondo es una novela policial, como todas las novelas que a mí me importan. En todas mis novelas hay un enigma y alguien intenta descifrarlo. La diferencia es que este es el enigma central del cristianismo y, por lo tanto, uno de los enigmas centrales de nuestra civilización. Sin mi madre, este libro no hubiera tenido… No sé. ¿Motor? Si. Este libro sale de una oportunidad, pero también de una necesidad. Y un libro sin necesidad es un libro anecdótico. Uno de los capítulos claves de la primera parte del libro es la reconstrucción de la pérdida de tu fe y el deshilachamiento de tu educación católica, que coincide también con la lectura de San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno. ¿Qué significó recuperar ese instante? Coincidió también con el descubrimiento del amor. A partir de ahí empezaron a cambiar las cosas. Es un proceso y cada uno lo vive de manera distinta. En mi caso, por ejemplo, había una dimensión política, porque separarse del cristianismo era separarse del franquismo. Mis padres eran católicos y eran franquistas, como era la inmensa mayoría de la gente en España, aunque ahora todos mientan y dicen que no fue así. O sea, la mayoría de la gente no había conocido otra cosa. Para mí fue una especie de rebelión política, rebelión personal, rebelión contra mi familia, contra mis orígenes. Y en eso lo fundamental, y es algo que he tardado en entenderlo, es que fui a la literatura en busca de un sustituto de la religión. No sólo de la fe, sino de todo ese mundo. Fui a ella en busca de las respuestas, de la serenidad que me había dado hasta entonces la religión. Por supuesto, fue un error, como es obvio: la buena literatura, la de verdad, no da respuestas, al menos no respuestas claras, taxativas, sino que da más inquietudes. Pero cuando lo descubrí ya era tarde. Y aún así, de algún modo, la literatura sí ha sido una respuesta, sí ha sido un asidero. No solo en mi caso. Lo que he descubierto es que en el fondo mi caso no es tan extraño. Soy un tipo normal. Súper normal, como diría Dalí. Quiero decir que muchos escritores, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando Occidente descubre que vive en un mundo sin Dios, en muchos casos se produce esa sustitución. Y la prueba es que los escritores se denominan a sí mismos “sacerdotes del arte”. Pienso en Flaubert, pienso en Baudelaire. La escritura se ve como un sacerdocio. Un apostolado. Si. La terminología religiosa se traslada a la del arte. Gran parte del arte del siglo XX se pregunta: “ahora que vivimos en un mundo sin Dios, ¿qué hacemos? Ahora ya que todos somos locos sin Dios, ¿qué hacemos?”. Eso se pregunta este libro también. En mi caso, por ejemplo, había una dimensión política, porque separarse del cristianismo era separarse del franquismo. Mis padres eran católicos y eran franquistas, como era la inmensa mayoría de la gente en España, aunque ahora todos mientan y dicen que no fue así. En mi caso, por ejemplo, había una dimensión política, porque separarse del cristianismo era separarse del franquismo. Mis padres eran católicos y eran franquistas, como era la inmensa mayoría de la gente en España, aunque ahora todos mientan y dicen que no fue así. En la novela se habla sobre la etimología de varias palabras y se desglosan su significado, su lugar en el discurso católico. Pero me quedé pensando mucho en una y en su relación, por ejemplo, con la propuesta que te llegó: el vértigo. ¿Lo sentiste en algún momento? El vértigo es una forma de temor, de miedo. Quizás la literatura es una forma de luchar contra eso, ¿no? La literatura entraña un vértigo, el temor a estrellarte, a perder pie. Tienes que convivir con él, porque una literatura sin vértigo es una literatura sin riesgo, y una literatura sin riesgo no es literatura. Escritor es el que corre riesgos. Eso es un hecho. Un escritor que no corre riesgos no es un escritor: es un escribano. Entonces el vértigo es consustancial a la literatura. Lo que no sabía es que puede ser también consustancial a la vida. Ahora que lo pienso, no es una palabra infrecuente en lo que he escrito. A lo mejor se podría rastrear en mis libros desde el principio. Porque claro que da vértigo la escritura, la literatura. Y da vértigo la vida, ¿no? JAVIER CERCAS AFP (5) «Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Tres cosas acababan de ocurrirme por entonces: la primera es que mi padre había muerto; la segunda es que mi mujer me había abandonado; la tercera es que yo había abandonado mi carrera de escritor. Miento. La verdad es que, de esas tres cosas, las dos primeras son exactas, exactitudísimas; no así la tercera. En realidad, mi carrera de escritor no había terminado de arrancar nunca, así que difícilmente podía abandonarla.» Ese es el comienzo de Soldados de Salamina, y tranquilamente podría ser una de las primeras manifestaciones de un personaje al borde del abismo. Un personaje con vértigo. Seguro que hay muchos momentos, muchos personajes y muchas situaciones en las que el vértigo puede aparecer en mis libros. Ahora me estoy preocupando mucho porque la próxima vez lo recordaré. Me acuerdo de un personaje de David Lodge, que lee un texto sobre cómo poner el punto y coma, y luego nunca más lo vuelve a usar. Pero sí, claro. Soldados de Salamina parte de una situación vertiginosa, de un hombre que está acabado por completo. Y claro, cuando te hacen una propuesta que no le han hecho a ningún escritor jamás, jamás, en 2000 años de historia de la Iglesia Católica, debería haber sentido vértigo. Porque es para sentirlo. Lo que pasa es que no lo pienso. Y esa es la cuestión, ¿sabes? Cuando me hacen esa propuesta, no pienso por qué me la hicieron, ni si me puedo estrellar. Lo único que pienso es en hacerlo. Hay algo de kamikaze que hace que me olvide del vértigo, de que no piense “Dios mío, ¿cómo voy a hacer esto? Es imposible, nadie lo ha hecho, se van a reír de mí, voy a desperdiciar la oportunidad de mi vida”. O “voy a entrar en una boca de lobo”: El Vaticano. Simplemente pensé que había que hacerlo y ya estás. Hay algo obsesivo en eso. Soy un personaje obsesivo. Pero ¿se puede ser escritor sin ser obsesivo? No lo sé. No se puede ser nada sin la obsesión. ¿Un actor puede ser actor si no se obsesiona? ¿Un científico puede ser científico sin obsesión? Hablando de obsesiones, ¿hay algún personaje vivo o muerto por el que también iría hasta Mongolia para escribir? Si. De hecho ya andan por ahí. ¿Ah sí? Sí, claro. Pero no puedo decir nada. De todos modos, a mí Bergoglio no me interesaba particularmente antes de esta oportunidad. Lo que me interesaba era la religión. Antes del libro me pregunté muchas veces qué carajo hacemos con la religión hoy en día. Con esto que ha sido totalmente determinante durante más de 2000 años. Algunas cosas me habían llamado la atención. Por ejemplo, que en una entrevista en prime time en la televisión española estaban entrevistando al papá, algo muy normal porque dio montones de entrevistas, y el periodista le preguntaba por la guerra de Ucrania, los inmigrantes. Yo pensaba “pero si tienes delante al puñetero representante de Cristo en la tierra, ¡pregúntale por la Santísima Trinidad o cosas por el estilo!”. Me enfurecí. Cuando me propusieron hacer este libro pensé que obviamente el Papa era la figura central y tenía que girar en torno a él, aunque no fuera lo esencial. Una literatura sin vértigo es una literatura sin riesgo, y una literatura sin riesgo no es literatura. Un escritor que no corre riesgos no es un escritor: es un escribano. Una literatura sin vértigo es una literatura sin riesgo, y una literatura sin riesgo no es literatura. Un escritor que no corre riesgos no es un escritor: es un escribano. De hecho tienen más espacio las conversaciones con quienes rodean al papá y lo que consideran sobre su figura, la fe, la doctrina de la iglesia y demás, qué él mismo. Alguien lo comparó con Ciudadano Kane, un retrato poliédrico de Charles Foster Kane a través de diversos personajes. Otro lo el artículo Sinatra está resfriado de Gay Talese, donde el periodista nunca pudo hablar con Sinatra. Esto no es una biografía, pero él está en el centro. Lo que he intentado con este libro es lo que intento con todos, y que creo que es lo que intenta la literatura en concreto y el arte en general: ver la realidad como si la viésemos por vez primera, como si nunca la hubiésemos visto, con todos sus perfiles y matices. En este caso, es una realidad tan próxima y tan manida como el cristianismo. Quise preguntarme de qué carajo está hablando la Iglesia Católica hoy. ¿Quién la dirige? ¿Quién era este señor que se llamaba Francisco? Mi gran ambición y lo más difícil ha sido limpiarme la mirada de prejuicios. Porque todos estamos llenos de ellos, y sobre este tema más. Intenté limpiar la mirada y llegar al corazón del Vaticano con ojos limpios para ver qué es lo que está ocurriendo allí, de qué se está discutiendo. Y me encontré con sorpresas totales. JAVIER CERCAS AFP (4) ¿Qué imagen te queda hoy del Vaticano luego de haber indagado, justamente, en su corazón? ¿Cómo decirlo? Para mí hoy es un lugar familiar. Tengo amigos allí, o gente con la que tengo muy buena relación. Antes el Vaticano para mí era como para ti: un sitio extraño, hermético. Ahora pienso en el Vaticano y pienso en su comedor, que es como el comedor de mi colegio. Sí, claro, está la Ca pilla Sixtina, pero la gente que vive alrededor es gente muy normal. Para mí es un sitio familiar. O sea, ha cambiado por completo mi visión de las cosas. ¿Y cómo se sintió la muerte de Bergoglio, un personaje con el que te obsesionaste, leíste, investigaste y perseguiste literal y figurativamente durante dos años? Casi no tuve tiempo de pensar porque me cayó un alud de periodistas instantáneamente. Fue una cosa brutal. No soy un especialista, pero fue lógico que los periodistas fueran a buscarme porque el libro acababa de salir, tuvo repercusión y tal. Y por otro lado, claro, no hay personas que puedan hablar del Vaticano y del papa que no estén dentro de la propia Iglesia. Fue lógico que fuera a buscar a alguien ajeno que pudiese decir algo distinto. Precisamente por eso me permitieron escribir este libro, para que alguien hable de la Iglesia desde fuera de la institución. Entonces casi no tuve tiempo de pensar en su muerte. Por otro lado, lamento desdramatizar, pero la realidad ya es suficientemente literaria como para añadirle más literatura: lo de Bergoglio no fue ninguna sorpresa. Era un señor que tenía una salud muy frágil desde hacía mucho tiempo. Si un hombre se muere a los 30 años es una sorpresa; un hombre que muere a los 89 años, después de haber pasado meses y medio en el hospital a punto de morirse, no. Pero, además, me obsesioné con el personaje, es verdad, pero construí mi propio Bergoglio. Como él construyó mi propio Adolfo Suárez y el resto de mis personajes. Son personas reales, pero son mis personajes. Cuando tú trabajas con personas reales y los conviertes en protagonistas de una novela sin ficción, pasan a ser personajes tuyos. En el caso de Francisco, no hay nada que diga de él que no está documentado, que sea falso, pero yo construí el personaje. Es como el retrato que hace un pintor. ¿Qué pasa cuando hay una adaptación de tu obra a otro formato? ¿Un retrato del retrato? Porque estamos a días de que se estrene en España, por ejemplo, la serie que adapta Anatomía de un instante, uno de tus libros más importantes. ¿Cómo te relacionarás con eso? Me relaciono con la máxima sencillez, con la máxima naturalidad. No hay ningún problema. Es decir, me encanta que hagan cosas con mis libros, porque no me pertenece a mí, pertenece al lector. El protagonista de la literatura no es el autor, es el lector. Entonces, si viene alguien y hace una película, un cómic, una obra de teatro, una serie de televisión, lo convierte en otra cosa, es suya. Es algo que parte de mi partitura, pero lo interpretan a su manera. Yo soy un favor. Como me dijo un escritor irlandés: cuando alguien se interesa por algo que hago, pierde por completo el sentido crítico. Todo me parece bien. Me parecen ridículos esos escritores que dicen “ah, es que mi libro es mejor”. Hombre, que eso lo diga tu abuela está bien, y que lo diga tu madre también, pero que lo digas tú es un poco papanatas. Yo intento molestar lo menos posible. Además el propio autor es el peor juez de las cosas que se hacen basadas en sus libros, porque está demasiado cerca. A mí me encanta que hagan cosas, me pongo a su disposición, trato de ayudarles si lo piden en la promoción. Nunca he escrito un guion, ni pienso hacerlo. Cuando acabo mi libro, ya no me pertenece. Pertenece al lector. Solo me pertenece económicamente, eso sí. Yo quiero cobrar mis regalías, mis derechos. Pero por lo demás, pueden hacer lo que quieran. Quise preguntarme de qué carajo está hablando la Iglesia Católica hoy. ¿Quién la dirige? ¿Quién era este señor que se llamaba Francisco? Mi gran ambición y lo más difícil ha sido limpiarme la mirada de prejuicios. Quise preguntarme de qué carajo está hablando la Iglesia Católica hoy. ¿Quién la dirige? ¿Quién era este señor que se llamaba Francisco? Mi gran ambición y lo más difícil ha sido limpiarme la mirada de prejuicios. ¿Pudiste ver algunos episodios de la serie? Los he visto todos en (el Festival de) San Sebastián. ¿Y? ¿Conforme? Siempre estoy conforme. Nunca me oirás decir nada contra nada que hagan sobre mis libros. Lo tengo terminantemente prohibido. JAVIER CERCAS AFP (3) Las entrevistas de The Art of Fiction de la revista The Paris Review son una suerte de selección casi canónica de escritores y el año pasado te incluyeron en ella, en una larga entrevista hecha por el también autor español Andrés Barba. Sos el quinto autor español en la historia seleccionada. ¿Qué te significó? Hombre, es un reconocimiento, sí. Pero me lo tomo como los demás. Cuando un lector viene y me dice “cuánto me ha gustado tu libro”, me siento muy bien. Cuando alguien me dice “no me ha gustado nada tu libro”, me siento como el culo. Volviendo al vértigo: ¿qué pasa con esa idea de ser parte de un “canon” literario occidental? No me da vértigo. Me nombré miembro de la Real Academia el año pasado también, que se supone que es algo que puede dar vértigo, y tampoco. El vértigo no viene de ahí. El vértigo viene de otras cosas. ¿Es una satisfacción, entonces? Si. Dices “está bien”, o “qué buen gusto tienen” (se ríe). Pero no me considero mejor escritor porque me incluyen ahí, ni porque me den premios. El premio es escribir, lo digo de verdad. Y prefiero un millón de veces tener lectores a que me den el Nobel. Son los lectores los que dan vida a los libros. Son los lectores los que hacen los clásicos. Son los lectores, siempre. Y los premios, pues es bonito, significa que alguien ha pensado en ti. O una cosa como lo de Paris Review, que efectivamente es un reconocimiento. Hay muy pocos escritores no anglosajones allí. Simplemente significa que hay lectores que aprecian tus libros, que además son jóvenes lectores, son americanos, gente muy lista. Pero se me olvida al día siguiente. En cambio, a lo mejor me encuentro con el portero de mi casa que me dice “tu último libro no me ha gustado mucho” y eso sí me jode (ríe).
Javier Cercas y el vértigo de un libro que rompió 2000 años de tradición en el Vaticano: “Un escritor que no corre riesgos no es un escritor: es un escribano”
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