A la soberanía, “el poder más alto en un territorio determinado”, se le define como “el cuerpo político que nace con el contrato social”. Es, por consiguiente, “el principio fundamental del Estado”. Se le reconoce como connatural al ordenamiento jurídico y con respecto al cual no puede existir uno superior. Pero no por ello absoluto o arbitrario.
El contrato social podría expresarse como “una metodología de desarrollo”, pero a su vez como “una meta” consustancial con “la ciencia y el arte de gobernar”. Nace a la luz de una comprensión elemental del ser humano, quien porta consigo la necesidad de superar las dificultades para vivir dignamente, meta ante la cual, desde una “cúspide”, cuando somos gobernantes, legisladores y jueces, todos nos hemos prometido esperanzados en que sea alcanzable. Acudimos a la creencia de que nacemos con una “fuerza innata” que nos involucra en lo que en realidad es “la vida”, atmósfera para abrazar la alternativa de una especie de “fantasía humana”, para unos cuantos de autoría de la “Divina Providencia”, atmósfera complicada y con sus sinsabores, pero, a la larga, con dedicación, superables. ¿El método? Para algunos; pero para otros, la mayoría, por qué no decirlo, de una imperativa penuria resultado de una actividad esencial del ser que la posee (DRAE). Se hace referencia a la práctica extrañamente exitosa del denominado “contrato social”, como algo que muta en ese “mar inmenso que es la supervivencia”, favorable para algunos, desfavorable para otros y no existente para unos cuantos. Para unos cuantos, por supuesto, no ajenos a los criterios teológicos, el escenario es “el reino de Dios”, por lo que, consecuencialmente, “interminable”.
En esa especie de océano inimaginable, en cuyas olas nos ubicamos en procura de no abandonar la ecuanimidad, asumamos que navegamos en un “magnánimo vapor” capitaneado por nosotros mismos, ya que, sin exclusión, todos éramos buenos capitanes y de fragata, en una humanidad plena de tropiezos para alcanzar “estadios aceptables de bienestar”, tanto espiritual como material (“salud física, mental y social”, como se lee). En una sola palabra: “dignidad”.
Pero, lamentablemente, aquel deseo, en honor a la verdad, ha de expresarse que se asemeja cada vez más a una pesadilla. Pues son unas cuantas las evidencias reveladoras de que, contrariamente, lo que hemos alcanzado es, más bien, “un arraigado malestar”. Se nos calificaría entonces como pésimos navegantes o que el barco no ha sido el adecuado. Y las tantas veces mencionadas “soberanía”, acaso una fuerza potenciadora, nos ha hecho deambular y seguir haciendo en esa especie de “tsunami”, alimentando la antítesis entre el optimismo y el pesimismo, frente a gigantescas olas que han obstaculizado que Llegaremos a puerto seguro.
La “soberanía”, calcada en todas las “declaraciones de independencia”, pero igualmente en “las constituciones, sin excepción”, en “dupla” con el engranaje del contrato social, termina conformando una especie de “duplita” que coadyuvaría a “un buen gobierno, consecuencia de una democracia en verdad eficiente”. Lo opuesto nos ha mantenido como a “Damocles”, escarmentado por Dionisio, un tirano de Sicilia, quien facilitó que el primero disfrutara, siendo servido como rey, de un opíparo banquete, afabilidad que terminó cuando Damocles, al final de la comida, se percató de que, sobre su pescuezo, colgaba una espada afilada sujeta solo con un pelo de la crin de un caballo, “probablemente el del mismo Damocles”. Una narrativa que censura a las constituciones, a la democracia que ellas postulan ya quienes la dirigen.
Un “corolario” de lo anterior no deja de ilustrar el enredo que ha alimentado a las democracias débiles, denominadas también “de papel”, por supuesto, en contraste con las estables y eficientes. La característica definitoria de las primeras es la de haber combinado “una acción temeraria expuesta a peligro y fuera de razón o tiempo”, cuya interpretación más acertada, por lo que respeta a los países subdesarrollados, pasaría por la afirmación de que “la comunidad se cansó de las diabluras que alteraban sus vidas pacíficas”. El “corolario”, por cierto, suele definirse, conforme a la lingüística, como una apreciación que no exige pruebas, lo cual conlleva a reafirmar que las democracias de América Latina, con excepciones muy contadas, constituyen una evidencia de “ineficacia”.
En efecto, en un rápido paseo por nuestro continente se observa:
Argentina: Milei, con todo y “La Libertad Avanza”, se reuniría en la Casa Blanca con Donald Trump, en busca de cerrar un rescate de Estados Unidos para su tambaleante plan económico.Brasil: enredado en la polémica de Bolsonaro, quien procura que se le exculpe de un golpe de Estado.Colombia: con un Primer Magistrado que sabe que está enredado, pero no lo admite.Chile: cuyo Presidente pareciera había desprovisto del sarampión juvenil; el país que fue ejemplo de desarrollo bajo la dictadura de Augusto Pinochet pareciera que va camino a la denominada “derecha”, con José Antonio Kast.Perú: en el cual da la impresión de que el mejor presidente de las últimas décadas es Pedro Castillo, el del sombrero.Ecuador: respecto al cual cuesta negar que Rafael Correa se apropió de la tierra de José María Velasco Ibarra.Bolivia: para Carlos Sánchez Berzaín, el presidente que resulta electo tiene dos opciones:
a) La del continuismo, de ser el cuarto jefe del narcoestado plurinacional, o
b) Volver a ser el Presidente de la República de Bolivia.
El politólogo estima que lo que pareciera vislumbrarse es una frágil esperanza de cambio hacia la seriedad.De Centroamérica, con excepción de la noble Costa Rica, la del Premio Nobel de la Paz Óscar Arias, todo huele a desastre. Las pautas para un uso adecuado de la soberanía en el continente, da la impresión de que dolosamente se subvierten o simplemente no se conocen.
Venezuela, la de una democracia de 40 años proclive a reformas sociales destinadas a beneficiar a la sociedad en su conjunto, por lo que, en criterio de unos cuantos, criollos y de otras latitudes, había tomado el rumbo en procura de “un desarrollo armónico”, a través de un ejercicio adecuado de “la soberanía”, mora hoy, como no puede negarse, entre optimistas (los pocos) y pesimistas (los muchos). Nos miramos las caras unos a otros, ante razonamientos ya generalizados, entre otros:
La dañina reelección presidencial.La burocratización en los partidos.El “quítate tú pa’ ponerme yo” (alguien busca la caída de otro con el exclusivo fin de ocupar su lugar).El arbitraje castrense.La desarmonía propiciada por lo que pudiera calificarse como “la godarria”.Esa democracia, sustentada en una novedosa Constitución promulgada en 1961, a raíz del derrocamiento de lo que creíamos que iba a ser la última dictadura, se inicia con un preámbulo, por demás hermoso:
“Con el propósito de mantener la independencia y la integridad territorial de la Nación, fortalecer su unidad, asegurar la libertad, la paz y la estabilidad de las instituciones; proteger y enaltecer el trabajo, amparar la dignidad humana, promover el bienestar general y la seguridad social; lograr la participación equitativa de todos en el disfrute de la riqueza, según los principios de la justicia social, y fomentar el desarrollo de la economía al servicio del hombre; mantener la igualdad social y jurídica, sin discriminaciones derivadas de la raza, sexo, credo o condición social; cooperar con las demás naciones y, de modo especial, con las Repúblicas hermanas del Continente, en los fines de la comunidad internacional, sobre la base del recíproco respeto de las soberanías, la autodeterminación de los pueblos, la garantía universal de los derechos individuales y sociales de la persona humana, y el repudio de la guerra, de la conquista y del predominio económico como instrumentos de política internacional; sustentar el orden democrático como único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos, y favorecer pacíficamente su extensión a todos los pueblos de la Tierra; y conservar y acrecer el patrimonio moral e histórico de la Nación, forjado por el pueblo en sus luchas por la libertad y la justicia y por el pensamiento y la acción de los grandes servidores de la patria”.
Durante cuatro décadas mantuvo su vigencia y, bajo ella, no puede negarse que se alcancen sólidos estadios de progreso político, económico y social.
A la soberanía se le percibía, sin mayores esfuerzos, en un tricolor que el aire del Ávila y del Caribe se movía en señal de libertad.
Éramos más optimistas que pesimistas. Una ecuación que el hoy nos obliga a leer al revés.
¿Será acaso que la Divina Providencia nos está sugiriendo que leamos nuevamente “la cartilla”?
La gobernabilidad.La soberanía: reglas para su ejercicio.En qué consiste el desarrollo (político, económico y social).La imperatividad de alcanzarlo, solo es posible a través de una democracia eficiente.El entorno institucional para la gobernabilidad y la participación ciudadana.La reducción de las desigualdades y las exclusiones sociales.La ilustración con respecto a los temas, tal vez, sea la ruta para un “contrato social” ejecutable. La soberanía, bien ejercida.
Los optimistas serían la mayoría.
Suena fácil, pero se nos ha hecho difícil.
@LuisBGuerra




